Sucedió en el vuelo 207 de Air Berlin, partiendo de Baden-Baden hacia Milán. El clima ya había sido pronosticado como cielos cerrados con alta probabilidad de tormenta y una humedad del noventa por ciento. Rodeado de viejitos temerosos, pero aferrados a no perder su boleto, comía cacahuates y miraba por la ventanilla, tratando de mirar tras las nubes.
Los aviones son el medio de transporte más seguro en el planeta. Para acabar con mi optimismo, decidí leer Falling Man de Don Delillo, novela inverosímil de dos aviones que chocan contra dos torres idénticas en algún país lejano. La reflexión newtoniana de los suicidas que saltan de los hipotéticos edificios en llamas me pareció muy anticuada y, al mismo tiempo, verdadera.
Los dedos de la vecina de asiento sujetaban con rabia el descansabrazos. El piloto voceó el aviso del descenso turbulento en un alemán ininteligible. Podía escuchar el crujir de dientes de la pobre señora.
El avión golpeó la pista como si se tratara de un bache de Insurgentes. Rebotó y volvió a caer, chillaron los frenos que buscaban sujetarse al suelo mojado. El piloto viró hacia un lado y luego al otro, intentando prolongar una pista que se corta antes de tiempo. La inercia nos mantenía en plácida prensa contra el respaldo hasta el momento en que fuimos liberados, y el silencio de las llantas nos sacudió y dejamos de movernos.
Las personas comenzaron a aplaudir.
¿Qué aplaudían? El hecho de estar vivos, quizá. La habilidad del piloto, tal vez. ¿O era una expresión de sarcasmo, ahora mismo, ante la cercana muerte que habíamos esquivado en zig-zag? No lo sé. Lo pensé en silencio mientras oía sus palmas y decidí que aquello lo merecía. Me levanté del asiento.
La ovación tenía que ser de pie.